Testimonios del Congreso: Rafa Pérez Mateu

Han pasado ya más de dos meses desde aquel fin de semana en el que nos reunimos unos laicos de nuestra diócesis para compartir nuestra visión de la Iglesia en nuestro mundo y cómo afrontar los retos que se nos plantean de cara al futuro, y cuando veo algún correo, leo algún documento, repaso algún listado, sigo sintiendo la emoción de lo que ocurrió en el Congreso Diocesano de Laicos.

Para mí, todo empezó una tarde de abril del año pasado cuando recibí una llamada de mis buenos amigos Inma y Guillermo para pedirme que les acompañara en un “embolao” en el que se habían embarcado: la organización del Congreso Diocesano de Laicos. Me encomendaron la misión de ser el secretario técnico de la Comisión Organizadora, labor de mucho escuchar y poco hablar, papeleos, inscripciones, actas, datos… En fin, algo que me venía como anillo al dedo.

            Durante el Congreso propiamente estuve más atento a la organización, lo que no me permitió participar en ponencias y talleres, pero sí pude ver y escuchar a los congresistas, a los voluntarios, al personal del Palacio de Congresos, etc., y, en una de esas conversaciones, el responsable de mantenimiento me dijo algo que me llamo mucho la atención: “estamos muy satisfechos en este congreso porque toda la gente sonríe y es muy amable”. Supongo que, en su trabajo, no siempre será así.

            Esta frase se me quedó en el corazón y me ha hecho repensar toda esta experiencia desde una sensación que he ido descubriendo con el paso de los días.

            Desde el principio, el ambiente en las reuniones de la Comisión Coordinadora del Congreso era muy afable, todos estaban contentos al llegar. Por supuesto que hubo discrepancias y momentos tensos, pero siempre salíamos sonriendo, con una alegría “diferente”.

            Del mismo modo, el día antes del Congreso, había muchas personas que, colaborando para preparar la organización, descargar todo el material, montar la mochila de los congresistas, buscar en qué lugar quedaba mejor esto o aquello, y a todo el mundo se le veía contento.

            El primer día del Congreso reconozco que estaba nervioso, me angustiaba especialmente el momento de las acreditaciones. Recibir a casi mil personas, entregarles su acreditación y mochila, no parecía fácil, aún con la inestimable ayuda de los voluntarios. El proceso de las inscripciones había sido complicado, muchas de ellas a última hora (incluso fuera de plazo), y me temía que empezarían a salir errores que complicarían aún más una tarea ya de por sí farragosa. Y esperaba, como me ha pasado en otras ocasiones, en otros ambientes, que vendrían los reproches, los nervios, los enfados y el mal ambiente. Y, ciertamente los errores llegaron: acreditaciones que no estaban, otras que debían estar y no aparecían, algunas personas que no se habían acreditado… Pero todos esperaban pacientemente, no hubo enfados, todo eran facilidades y, encima, nos agradecían la labor realizada y lo bien que estaba todo. Y además, todas las caras tenían una sonrisa.

            Durante los dos días, en los momentos de ir y venir de aquí para allá buscando dónde era la ponencia de Catequesis, el taller de los abuelos, dónde está el cuarto de baño, la comida sentados en una escalera, el ambiente de alegría seguía siendo predominante. Personas que habían venido de muchos lugares diferentes, algunos habían tenido que madrugar mucho porque tenían un viaje largo, con la intención de descubrir cómo vivir y compartir mejor su fe, cómo ayudar más a su parroquia, cómo revitalizar el movimiento al que pertenecen o cómo mostrar el mensaje de Jesús a sus alumnos en el colegio o la facultad. Y todos estaban contentos. Muy contentos.

            Mención especial merecen los voluntarios, jóvenes que podían estar en muchos otros lugares, en principio, más agradables para ellos, pero se habían ofrecido para ayudar a las personas que participaban en el Congreso, algunas de cierta edad, y lo hacían con un cariño y alegría que daba que pensar.

            Al final, me he dado cuenta de que, ciertamente, había algo distinto: el Espíritu Santo estaba por allí, llenando aquellos salones y pasillos y acompañando a todos los que participábamos, de una u otra manera, en aquella forma de buscar el Reino de Dios. Y sentí que, reunidos en su nombre, el Señor estaba también por allí como un congresista más. Y descubrí lo que es, en realidad, la Alegría del Evangelio.

            Y, reflexionando sobre todo esto he caído en la cuenta de que, al final, todo aquel esfuerzo estaba dirigido a cumplir la invitación del Papa Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium a “una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años”.

            Este es el reto que tenemos ahora. El post-congreso que ya se ha iniciado tratará de ayudar a todas las comunidades de nuestra diócesis en la búsqueda de esos caminos que nos lleven a vivir y transmitir, en el complicado mundo que nos ha tocado vivir, la Alegría del Evangelio.

Rafa Pérez Mateu

Secretario Comisión Organizadora Congreso Diocesano de Laicos